Contemplo una solitaria cruz dorada pintada en el techo azul del iglú donde me encuentro. Lo frío del lugar lo matiza los sollozos. Estos últimos superados únicamente por el nerviosismo en los ojos de un reflejo que no veía hace 35 años. Le tomo su manita mientras le sonrío para calmarla. Ella pestañea rápidamente y suspira mientras caminamos juntas al podio. En su tierna voz de niña comienza la lectura para beneficio de todos los presentes. Miro a mi alrededor. Hay decenas de caras desconocidas que me devuelven miradas indiferentes. Siento el alivio de un puñado de caras que me brindan familiaridad y creo que me sonrío a medias. Algunos con ojos llorosos me reciprocan el cariño. Entonces admiro el rostro de quien inesperadamente nos obliga a reunirnos en este iglú con cielo de falsas estrellas. Pienso en su constante, pero silente presencia en cada momento importante de mi vida. Sus cariñosas miradas llenas de orgullo. Hoy su mirada se dirige a la distancia. Me mira, pero no me vé.

El sacerdote pronuncia lentamente, con cuidado su nombre completo escrito al dorso de un maltrecho papel y despierto de mi estupor. Estoy triste, pero me lo reprocho. Me siento de luto, pero me he prohibido vestir de negro. Quiero llorar, pero me avergüenzo ante mi desfachatez. Simplemente no me he ganado nada de lo anterior. ¡Soy un cliché!

De nada valen las memorias, ni el cariño por tu seres queridos si no compartimos nuestro regalo más preciado y escaso: el tiempo. ¡Mea Culpa Titi Ginita, Mea culpa!

Tardíamente debo confesar que te llevo conmigo cada día de mi vida. Te honro en el anonimato cada vez que asisto y celebro los logros de mis sobrinos. Te recuerdo cuando enrollo unos cuantos dólares y clandestinamente los deposito en bolsillos jóvenes. Te invoco cuando los regaño y les digo verdades que no quieren escuchar. Tal como lo hiciste tú conmigo. Así voy a continuar celebrando tu vida y honrando tu memoria en Mi Por 100pre Cambiante Vida.


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